Cruzo Princesa. La dirección es irrelevante. Intento que lo sea para no otorgarle sentido al paseo y que de esa forma me narcotice. La calle huele a verano primerizo donde nadie en realidad, parece que tenga la culpa de nada.
Cuento mis pasos. Uno, dos..trece..ventiseis. Como cuando de pequeño, en aquellos viajes del ansiado veraneo, enumeraba los anuncios que flanqueaban la carretera. O las señales de prohibido. O los coches que adelantaban al nuestro mientras mi padre fruncía el ceño y memorizaba en silencio la matrícula rival de aquellos ”impíos” de coches alemanes.
Nos levantaban temprano aunque, en realidad, llevara despierto casi toda la noche. Los ojos proyectados sobre el techo. La emoción pulsante en el estómago. Mis valiosas posesiones en un macuto camino de Punta Velilla.
Mis padres se afanaban en una coreografía caótica milagrosamente engrasada que abarcaba toda la casa. Las maletas. La sombrilla. El nivel de aceite. La guía Firestone. Desde mi tazón de desayuno contemplaba aquello como un fenómeno natural de dimensiones apocalípticas y vibrantes.
Para mi madre el viaje era inviable sin algo que no acababa de encontrar al fondo de su neceser mientras mi padre jugaba al primer Tetris de la historia con el maletero del aquel ogruno 127.
Nada estaba bien pero todo era perfecto. Perfecto como nunca.
Al final de los compases de aquella odisea preparatoria surgía mi madre. Vaso en mano derecha. Biodramina en la contraria.
Siempre disfrutaba en secreto de aquella necesaria toma. Los mayores empleaban mil cosas que les hacía exteriormente más resolutos y accesibles, y yo, en aquella pequeña pastilla naranja, sentía una suerte de adultez narcótica que habría sido del todo prohibida bajo cualquier otra circunstancia que no fuera aquel viaje.
Esa adultez. La que no jodía. La que soñábamos que iba a ser y basculaba en la simpleza de tener bigote y conducir el coche que hoy nos llevaba.
Podría decir que todo parecía gigantesco desde aquella ventanilla trasera. Pero verbalizaría incorrectamente. Todo era gigantesco. Gigantesco y hermoso. Las cosas entraban en vena, brillantes, infinitas de significación por la ignorancia de su utilidad.
De su inútil Utilidad.
Las utilidades son las fronteras de lo realmente ilimitado de todo.
No sabías del porqué de casi nada de lo que surgía ante tus pupilas pero tenías en tí mismo su verdadera identidad. Y la tenías porque todo, simplemente, era y estaba.
Paso cerca de una agencia de viajes enfilando Plaza de España. Planificar el veraneo. Ya tengo en casa la guía Michelín firmada por Ferrán Adriá en una edición plagada de gadgets.
Pero, ¿cómo colocar tanta estupidez en el maletero?
Papá era el mejor haciendo equipajes. Definitivamente no heredé ni su pericia ni su brillo.
Snow Patrol. Chasing Cars