viernes, 15 de junio de 2007

Operación salida

Cruzo Princesa. La dirección es irrelevante. Intento que lo sea para no otorgarle sentido al paseo y que de esa forma me narcotice. La calle huele a verano primerizo donde nadie en realidad, parece que tenga la culpa de nada.

Cuento mis pasos. Uno, dos..trece..ventiseis. Como cuando de pequeño, en aquellos viajes del ansiado veraneo, enumeraba los anuncios que flanqueaban la carretera. O las señales de prohibido. O los coches que adelantaban al nuestro mientras mi padre fruncía el ceño y memorizaba en silencio la matrícula rival de aquellos ”impíos” de coches alemanes.

Nos levantaban temprano aunque, en realidad, llevara despierto casi toda la noche. Los ojos proyectados sobre el techo. La emoción pulsante en el estómago. Mis valiosas posesiones en un macuto camino de Punta Velilla.
Mis padres se afanaban en una coreografía caótica milagrosamente engrasada que abarcaba toda la casa. Las maletas. La sombrilla. El nivel de aceite. La guía Firestone. Desde mi tazón de desayuno contemplaba aquello como un fenómeno natural de dimensiones apocalípticas y vibrantes.
Para mi madre el viaje era inviable sin algo que no acababa de encontrar al fondo de su neceser mientras mi padre jugaba al primer Tetris de la historia con el maletero del aquel ogruno 127.

Nada estaba bien pero todo era perfecto. Perfecto como nunca.

Al final de los compases de aquella odisea preparatoria surgía mi madre. Vaso en mano derecha. Biodramina en la contraria.

Siempre disfrutaba en secreto de aquella necesaria toma. Los mayores empleaban mil cosas que les hacía exteriormente más resolutos y accesibles, y yo, en aquella pequeña pastilla naranja, sentía una suerte de adultez narcótica que habría sido del todo prohibida bajo cualquier otra circunstancia que no fuera aquel viaje.

Esa adultez. La que no jodía. La que soñábamos que iba a ser y basculaba en la simpleza de tener bigote y conducir el coche que hoy nos llevaba.
Podría decir que todo parecía gigantesco desde aquella ventanilla trasera. Pero verbalizaría incorrectamente. Todo era gigantesco. Gigantesco y hermoso. Las cosas entraban en vena, brillantes, infinitas de significación por la ignorancia de su utilidad.
De su inútil Utilidad.
Las utilidades son las fronteras de lo realmente ilimitado de todo.

No sabías del porqué de casi nada de lo que surgía ante tus pupilas pero tenías en tí mismo su verdadera identidad. Y la tenías porque todo, simplemente, era y estaba.


Paso cerca de una agencia de viajes enfilando Plaza de España. Planificar el veraneo. Ya tengo en casa la guía Michelín firmada por Ferrán Adriá en una edición plagada de gadgets. La Samsonite. La guía del Trotamundos. La crema de protección con filtros UVA. El maletín de aseo. La revisión del coche pasada apenas hace un mes.

Pero, ¿cómo colocar tanta estupidez en el maletero?

Papá era el mejor haciendo equipajes. Definitivamente no heredé ni su pericia ni su brillo.

Snow Patrol. Chasing Cars

sábado, 9 de junio de 2007

Publicación primera: recuerdos y concesiones

La pantalla digital parpadea. El eterno pentagrama mil veces repetido succionándome desde el abismo hacia la mañana.

Desperezarse. Levantarse. A veces tengo la ilusión de escuchar algo. De ver algo. La rutina acaba con casi todos los sentidos y con una inmensa mayoría de sueños.

Debo dejar de fumar a estas horas. Eso o la mucho más sana opción de ningunear hora alguna. Este reloj era suyo. Lo robó una tarde en el Corte Inglés de Castellana. Desternillándose. Era de esos instantes en los que el brillo que emanaba aún me dejaba casi electrocutado. Al borde mismo de la Convicción plena. La vida no tenía fisuras, tan solo me dedicaba a pasearme entre la solidez de sus sonrisas. No la amaba. Era aún más. Era un acto de fe.

Cuando se marchó –en realidad, nos fuimos ambos- dejó mil enseres suyos a los que, con el tiempo, no he sabido encontrarles utilidades o nostalgias. A veces entre las vértebras de un mueble del baño aún surge el insecto metálico de alguna de sus horquillas que recojo pulcramente. Al principio cualquier encontronazo fortuito con alguno de aquellos restos provocaba en mí un vértigo incesante y demoledor. Sus formas apareciendo inesperadas en una camiseta mezclada con mi ropa, un párrafo subrayado en un libro, el fantasma de su voz en mitad del pasillo. Siempre discutíamos así: ella de pié en mitad del corredor y yo sentado en el sofá. Pero el cerebro acaba defendiéndose como puede. Tengo toda una caja de forzadas neutralidades que cohabitan con sus restos del naufragio. El resultado de una continuada praxis de diplomacia y costumbre.

Ella.

A veces se me escurre por ciertas esquinas. La casi veo. La casi huelo. La casi toco. Esa cadena de “casis” son, probablemente, el primer síntoma de mi curación o el primer barrote de mi cárcel. No lo sé.

Olvidarla.

Tecleo y una suerte de coincidencia informática hace que me lea. Simultáneamente a su propio proceso de olvido. Una fabulosa inversión de términos donde yo la deshago y ella me rehace. Yo desdiciéndola aquí para que ella me nombre.

Los recuerdos son probablemente ilusorios. Tintados con una pátina de preciosismo o sordidez poco realistas. La memoria es un campo minado donde lo bueno es hiperbólico y lo malo demoledor. Era ella tan hermosa como la recuerdo?, tan soberbia a veces?, tan vulnerable?, tan lúcida?, tan dañina?.

Sí. Tengo que decirle a mi jefe que ingrese mi próxima nómina en mi memoria para que crezca desorbitadamente o se hunda en los infiernos. La perspectiva del millonario o del maleante resulta alentadora y excitante. Los tipos normales perdemos lucidez sin algún que otro exceso fortuito.

Café. Fortuna. Simple Minds. Don´t you (forget about me).